La noche comienza con el eco lejano de las campanas del Palacio de Hiedra Negra. Cada rincón del castillo está envuelto en sombras suaves, cortadas apenas por la luz de los candelabros antiguos y el perfume de lilas, ajenjo y claveles que flota en el aire como un susurro. Desde mi habitación, en la torre oriental, observo el salón principal por las vidrieras teñidas de vino y ámbar. Las máscaras cuelgan de los muros como rostros mudos esperando cobrar vida, y el mármol negro del suelo refleja los candelabros como si fuera agua estancada. Esta es la noche del Baile de la Cosecha, la más antigua de nuestras festividades, y este año… yo soy su centro.
Soy Lorelai, Reina de los Valles Menores y heredera de los Pactos de los Cuatro Reinos. Esta noche debo elegir marido, como dicta la tradición de las tierras del Este cuando la luna de la cosecha cae en el equinoccio de primavera. Todos lo saben. Los lores y eruditos han llegado desde los confines del reino con sus mejores capas, sus máscaras bordadas y sus promesas envueltas en diplomacia. Dicen que la Reina no debe gobernar sola. Dicen muchas cosas.
Mi vestido de terciopelo granate pesa como una promesa que no quiero cumplir. Las mangas caen como cascadas y la máscara de mariposa negra cubre mis mejillas pálidas. Mi doncella, Aira, me ajusta la corona de hojas doradas mientras yo observo mi reflejo en el espejo tallado en ébano.
—¿Estás lista, Majestad? —me pregunta.
—No sé si alguna vez se está lista para encadenar el corazón —respondo.
Ella no contesta, pero sé que lo entiende.
El baile comienza con la llegada de los músicos de la Universidad Arcana. El laúd resuena entre los muros del gran salón, seguido por violas, clavicémbalos y un arpa encantada que toca sola. Todos llevan máscaras, todos fingen ser lo que no son. Los poetas se disfrazan de caballeros, los nobles de bufones. Ríen, giran, beben vino con pétalos de cerezo. Y yo, en mi trono al pie del trigal encantado que corona el centro del salón, espero. Cada pretendiente me pide un baile. Cada uno, más vano que el anterior. Sonrisas vacías, promesas que se evaporan como humo.
Entonces, el suelo tiembla. No mucho. Apenas un suspiro bajo mis pies.
Una ráfaga de viento apaga algunas velas. Las puertas del salón se abren de golpe y una figura aparece enmarcada por la oscuridad. Viste una capa de cuero desgastado, y su máscara es de plata bruñida, en forma de cuervo. A su lado, un dragón de ojos ámbar lo observa todo en silencio. Los murmullos se propagan como fuego en papel seco.
Es él.
Éamon de los Campos Altos. El Guardián. El rival de mi infancia, el chico que me quitaba libros en la biblioteca y me corregía las declinaciones élficas por fastidiar. El que me retó a duelos de palabras, y luego a flechas, y finalmente al silencio. No lo veía desde hace años. Desde que su madre, la bruja de las Montañas Azules, fue desterrada por traición. Desde que los rumores sobre su sangre maldita comenzaron a correr.
Y ahora está aquí. En mi baile. Con su dragón.
—Majestad —dice, inclinándose levemente ante mí.
—No esperaba su presencia, Guardián —respondo, helada.
—Ni yo esperaba venir. Pero la cosecha llama a todos los que juraron protegerla.
La tensión es un hilo que podría partirse al mínimo roce. Él me tiende la mano.
—¿Concedería a este intruso un solo baile?
La corte contiene el aliento. Mis consejeros fruncen el ceño. Mi corazón, necio, se acelera. Y por alguna razón, quizás por el recuerdo de su mirada cuando éramos niños… acepto.
Cuando nuestras manos se tocan, algo cambia.
Un crujido de magia atraviesa el aire como el canto lejano de una estrella al romperse. Todo a nuestro alrededor se desvanece. El salón, las velas, las máscaras, incluso el tiempo. Todo se torna niebla dorada y púrpura. Flotamos en un limbo sin suelo ni cielo. Solo estamos él y yo. Y una sensación inmensa, cálida, antigua.
—¿Qué… qué es esto? —pregunto, sin aliento.
Éamon no habla. En cambio, sus ojos se clavan en los míos. Y entonces lo veo.
Veo años de soledad. De hechizos susurrados por su madre. Veo cómo ella encerró sus emociones bajo un sello de hielo, temiendo que amar lo hiciera débil. Veo cómo cada palabra suya hacia mí fue torcida por la bruja para parecer burla, cómo cada deseo se ahogó en silencio. Pero en lo más profundo… estaba yo.
—Siempre fuiste tú —me dice finalmente, y su voz suena como un amanecer después de años de invierno.
Las lágrimas me nublan la visión. Pero no son de tristeza. Son del deshielo.
—¿Por qué ahora?
—Porque el vínculo de la cosecha solo se abre una vez cada siete años, cuando la Reina toca el Guardián en esta noche. Y porque ya no podía callar.
Volvemos al salón como si despertáramos de un sueño. Nadie parece haber notado la ausencia. La música continúa. Pero yo ya no soy la misma. Él tampoco.
Tomamos otro baile. Y otro. No importa que murmuren. No importa que los lores se indignen. En la danza, nuestras manos no vuelven a separarse.
Cuando la noche termina y la luna se asoma sobre los campos dorados, me vuelvo hacia él.
—¿Prometes proteger mi reino… incluso de ti mismo?
—Lo juro por cada estrella del campo alto.
Entonces, le quito la máscara. Y él, la mía.
Y en esa primera y última verdad compartida, bajo los laureles en flor, sé que no necesito elegir a nadie.
Ya lo había elegido hace mucho, sin saberlo.
Muy bonito Anna 🌹