Es lunes por la mañana y todo comienza como cualquier otro día en mi tienda de flores en el corazón de Cáceres. La primavera ha llegado en todo su esplendor y los cerezos están en su apogeo, vistiendo las colinas con una neblina rosa que parece sacada de un sueño. Coloco las macetas en la entrada, rocío con agua los lirios más perezosos, y enciendo la radio, como siempre. Pero justo cuando suena la primera nota de la canción que más me gusta, la electricidad se va. Todo queda en silencio. El zumbido de fondo desaparece.
Salgo a la puerta y veo a mis vecinos saliendo también, desconcertados. Un apagón. No es algo raro en esta zona, pero en cuanto reviso el móvil, noto que no tengo cobertura. Al intentar llamar, la llamada ni siquiera se inicia. Un hombre pasa corriendo con el periódico bajo el brazo:
—¡Candela, dicen que es general! ¡Toda España está sin luz!
Resoplo. Es imposible mantener abierta la tienda así, así que la cierro con llave y me cuelgo la mochila. No hay transporte. Ni trenes, ni metro. Así que me toca caminar dos kilómetros de regreso a casa. Mientras ando, miro las flores de los cerezos caer lentamente, como si el mundo no se hubiese detenido.
Mis perros, Tobías y Luna, me reciben como si nada hubiese pasado. Para ellos, no hay caos mundial que importe. Sólo las caricias, la comida y las pelotas. Me ducho con agua fría, preparo un bocadillo improvisado y me tumbo en el sofá. Estoy aburrida, no voy a mentir. Y en esa calma forzada, me acuerdo de las cartas de mi abuela.
Las busco entre las cajas del desván, entre fotos antiguas y revistas de los años setenta. Por fin, encuentro la caja de madera donde mi abuela guardaba todo lo que tenía valor emocional. Dentro, hay fotografías en blanco y negro, una muñeca de trapo, y un montón de cartas atadas con un lazo carmesí. Me siento en el suelo con una manta y los perros enroscados a mi lado, y abro la primera carta.
Candela, si estás leyendo esto, significa que el mundo ha decidido darte un respiro. A mí también me lo dio una vez, cuando se apagaron las luces y encendí el corazón.
La carta está escrita en una caligrafía elegante. Me hace sonreír. Abuela siempre fue una romántica empedernida. Continúo leyendo.
Yo tenía tu edad, o quizá un poco más. Trabajaba en el mostrador de cosmética de unos grandes almacenes en Madrid. Era Semana Santa, y la ciudad estaba llena de turistas y procesiones. Ese día, un apagón enorme dejó a oscuras todo el edificio. Las puertas automáticas dejaron de funcionar, y nos quedamos atrapados varios empleados y algunos clientes.
Yo estaba asustada. Pero entonces lo vi. Un mozo de carga, de brazos anchos y ojos que brillaban incluso en la penumbra. Se llamaba Elías. Empezó a contar chistes para calmar a la gente, y luego, cuando ya sólo quedábamos él y yo en el almacén, me ofreció una Coca-Cola caliente de la máquina y se sentó a mi lado. Nos reímos durante horas. Hablamos de la música que nos gustaba, de nuestros sueños frustrados, de las veces que habíamos llorado por amor.
En un momento, me tomó la mano. Y yo no la solté. En medio de la oscuridad, fue como si alguien hubiese encendido una luz. Me besó. Un beso torpe, dulce, casi adolescente. Y yo supe que no era uno más. Era el beso.
Salimos del edificio cuando volvió la luz. Me llevó en su bicicleta hasta mi casa. No me prometió un para siempre, pero me dejó su gorra. Y cada vez que la miraba, me acordaba de aquel día, de la Coca-Cola caliente, y de cómo, incluso en el apagón más largo, se pueden encender fuegos eternos.
Cierro la carta y me quedo en silencio. Miro a mis perros, que duermen plácidamente. Afuera, todo sigue igual: sin luz, sin internet, sin noticias. Pero yo me siento llena. Como si el corazón de mi abuela latiera en el mío.
Me paso la tarde leyendo más cartas. Hay algunas alegres, otras tristes, algunas más subidas de tono de lo que esperaba (la abuela tenía su carácter). Pero todas hablan del amor en sus múltiples formas. De la libertad, de los riesgos, de las cosas que sólo se descubren cuando el mundo se apaga y nos quedamos con nosotros mismos.
Cuando cae la noche, prendo velas por toda la casa. Caliento leche en una olla con canela, y me siento junto a la ventana, viendo cómo el cielo se llena de estrellas, como hace años no podía ver. El apagón sigue, pero por dentro todo está más encendido que nunca.
Y no sé por qué, pero en ese instante, tengo la sensación de que algo está por empezar. Tal vez mañana, cuando baje a la plaza, encuentre a alguien con una Coca-Cola caliente en la mano. Tal vez la historia se repita. O tal vez sea distinta. Pero sé que, como dijo abuela, incluso en la oscuridad, siempre hay una chispa esperando a ser descubierta.