Capítulo 1 – El sabor de lo que no esperaba
Clara llega a Gales buscando descanso y encuentra un misterio entre recetas, lluvia y un huésped que parece saber más de lo que dice.
El autobús parecía haber salido de una novela de misterio ambientada en los setenta. Y no lo digo como una metáfora literaria, sino como una observación real: la carrocería verde oliva tenía rayones que parecían cicatrices de otras vidas, las cortinillas de encaje colgaban con más resignación que elegancia y cada curva del camino iba acompañada por un crujido grave, haciendo que el vehículo suspirara con fatiga o protestara por seguir existiendo. El asiento que me tocó vibraba cada vez que el motor cambiaba de marcha y el aire olía a una combinación imposible de cuero mojado, naftalina y ese aroma que solo puedo describir como “recuerdos de calcetines usados”. Sí, ese tipo de olor que no se olvida aunque trates de convencerte de que no está ahí.
Iba sentada junto a la ventana, claro. Primera regla no escrita de los regresos: una debe mirar por la ventana con expresión melancólica y pretensiones de videoclip, aunque el paisaje no colabore y aunque tu pelo, como el mío, reaccione a la humedad como un arbusto asustado. Llovía. Una lluvia menuda, constante, parecía que alguien allá arriba hubiese abierto un grifo flojo y se hubiese distraído leyendo una novela. Las gotas resbalaban por el cristal con una delicadeza casi artística, como lágrimas tranquilas que no tenían prisa por caer. Era de ese tipo que no empapa del todo pero que lo cubre con una melancolía amable. El tipo de lluvia perfecta para pensar.
Afuera, Gales se desplegaba con esa dignidad antigua de las cosas que han envejecido con gracia. Las colinas eran suaves, como lomos de animales dormidos bajo mantas verdes, y salpicadas aquí y allá por ovejas gorditas que pastaban con una expresión contemplativa, tenía la sensación de que llevaban horas meditando sobre la vida o el clima o el precio del heno. Los árboles, altos y retorcidos, alzaban las ramas desnudas con la confianza de quienes ya lo han visto todo. Tenía la sensación de que los habían sacado de uno de los cuentos de Edgar Alan Poe.
Entonces, entre la bruma y los colores apagados del paisaje, apareció: Penwyth House, el hostal de mi tía-abuela Eira. No era una casa imponente ni presumida, no buscaba destacar. Se alzaba sobre un montículo discreto, prefiriendo pasar desapercibida. Su silueta asomaba entre los árboles espiando desde detrás de una cortina: curiosa, paciente y un poco traviesa. De tejado inclinado con paredes de piedra clara cubiertas por parches de musgo, tenía la clase de elegancia silenciosa que solo las casas muy viejas pueden sostener. Parecía menos un edificio y más una criatura viva, esperando, latiendo con historias aún por contarse.
Suspiré.
No porque estuviera emocionada de llegar. No era una exhalación poética ni un gesto de alivio. Era eso o llorar, no había más. Y llorar en un autobús rural, a las cinco de la tarde, rodeada de jubilados locales y un chico que parecía estar escribiendo canciones tristes en su libreta, no era parte de mi ritual de sanación. Al menos, no todavía.
El vehículo se detuvo con un quejido digno de un suspiro final, y el conductor —un hombre de unos sesenta, con bigote tembloroso y gorra de visera torcida— se giró hacia mí con una sonrisa pequeña.
—Bienvenida a Penwyth House —anunció con un tono que se parecía más a una invitación a otro mundo que a una simple parada de autobús.
Me bajé, mochila al hombro y maleta a rastras. La lluvia era más niebla que agua, y me envolvió con una suavidad inesperada. Me quedé quieta un instante, frente al sendero de piedras que llevaba a la entrada de la finca. El aire olía a tierra mojada, a pan horneado a lo lejos y a un tipo de promesa que aún no sabía descifrar.
El conductor arrancó de nuevo, dejando tras de sí solo el eco del motor y mis propios pensamientos. Me volví hacia la casa.
Tal vez lo sabía. Tal vez todos sabían algo que yo aún no había entendido. Que algunas casas no solo te reciben; te llaman, te recuerdan, te esperan. Y esta… Esta, sin lugar a dudas, llevaba tiempo haciéndolo.
El sendero que llevaba hasta la puerta principal estaba cubierto de hojas húmedas y bordes de musgo que parecían haber crecido con calma y sin pedir permiso. Cada piedra irregular crujía bajo mis botas anunciando mi llegada, y la casa —o al menos así me lo imaginé— se desperezaba desde dentro mientras uno de los huéspedes subía una persiana que chirriaba.
“¿Así que has regresado por fin?”, parecía decir.
La puerta no tenía timbre. Tenía una cuerda de esparto trenzado, un poco deshilachada, colgando de una campanilla de hierro forjado. Tiré de ella con suavidad, aunque no sonó nada. Ni un cling ni un miserable toc. Fue como apretar un botón que ya no funciona. Pero decidí esperar y darle un voto de confianza.
Estaba a punto de golpear con los nudillos cuando la puerta se abrió de golpe. Sin sonido previo. Sin pasos que la anunciaran.
Allí estaba ella. Eira. Mi tía-abuela por parte de madre, pastelera retirada, mujer de leyendas familiares contradictorias y, al parecer, con una habilidad inquietante para anticiparse a las visitas. En definitiva, la persona que me enseñó a amar los dulces y a ser quién soy ahora.
Tenía el pelo recogido de cualquier manera, una especie de moño en guerra civil, sujeto por dos lápices de colores distintos. Llevaba un delantal a cuadros sobre un vestido de punto azul marino que por supuesto había vivido mejores temporadas. Sus ojos eran de ese gris azulado que cambiaba con la luz y, aunque su rostro estaba salpicado de líneas profundas —como rutas antiguas marcadas por años de reírse demasiado fuerte o mirar demasiado lejos—, lo primero que pensé fue que parecía más despierta que nunca.
—Llegas mojada, tarde y sin pasteles —me riñó con una sonrisa afable y un guiño de ojo, en lugar de un saludo.
—Hola, tía Eira. —Intenté sonreír, aunque me salió más como una disculpa.
—¿Estás bien?
—Sí. Bueno, no. Pero sí. Estoy aquí, al menos.
Ella asintió, tenía la sensación de que ya sabía la respuesta pero pregunta por educación.
—Entonces ya estás mejor que ayer. Pasa. Te haré té. Y luego hablamos de todo lo demás.
Entré. El aire interior me abrazó de inmediato, cálido y lleno de olores que solo existen en casas que han vivido muchas vidas: pan tostado, madera, cera de abeja, un toque floral —¿lavanda?, ¿jazmín seco?— y un fondo constante de unas notas dulces que no lograba identificar.
La entrada era acogedora y un poco caótica, como si alguien hubiera decorado con recuerdos en lugar de muebles. Había una alfombra turca gastada, un perchero en el que colgaban tres paraguas —ninguno de ellos actual— y, sobre una cómoda estrecha, una hilera de tazas desparejadas, todas con flores pintadas a mano. Una de ellas sostenía ramitas de romero.
Pasamos por un corredor largo cuyas paredes estaban repletas de cuadros familiares: paisajes de Gales, retratos que miraban con cierta suspicacia y un tapiz con un ciervo que tenía un ojo mal bordado. Desde pequeña me daba la sensación de que te guiñaba el ojo al pasar.
La cocina estaba bañada por una luz tenue que entraba por la ventana rectangular sobre el fregadero. Todo era de madera, cobre y cerámica. Un gato anciano dormía sobre el horno ronroneando en sueños.
Eira puso la tetera al fuego y se sentó frente a mí. Me sirvió una taza sin preguntar y sirvió un par de galletas del tarro de cristal.
—¿Leche? —preguntó en un gesto ceremonial.
—Siempre. Como tú.
Ella asintió. Me observó en silencio unos segundos. No me sentía incómoda. Parecía alguien que inspecciona una receta que no ha cocinado en años.
—Este verano será especial, Clara. Lo presiento.
Lo dijo sin dramatismo. Ni solemnidad. Daba la sensación de estar comentando el clima mientras se ajustaba el fino chal que estaba segura que se había tejido ella misma.
—¿Especial como en “te encontrarás a ti misma” o especial como en “las tuberías del baño explotarán y acabaremos saliendo por la chimenea”? —pregunté con nuestra particular picardía.
Eira rió. Una risa corta, ronca, con eco de tabaco que nunca fumó y canciones que sí cantó.
—Especial como en “la casa siempre trae a quien necesita”. Y tú, querida —me miró con una ternura filosa—, tú llevas demasiado tiempo evitando que te encuentren.
No supe qué decir, así que bebí un sorbo de té. Sabía a menta con un toque de jengibre y a : ¿romero, quizá? ¿Memoria? Miré mis manos rodeando la taza. Temblaban un poco. No por el frío. A lo lejos, el reloj del pasillo dio la media. Y afuera, la lluvia empezaba a aflojar, pero seguía sin detenerse.
Después de dejar la taza vacía sobre el platillo —y tras prometerme que no lloraría por lo que Eira había dicho, al menos no sin una buena playlist de fondo—, subí con mi maleta por una escalera de caracol que crujía con cada paso. Me daba la sensación de que la casa murmuraba en voz baja lo que pensaba de mis botas de ciudad. Mi habitación estaba en la torre norte, por supuesto. Porque si algo he aprendido en esta vida es que los destinos emocionales siempre tienen la peor logística de fontanería.
Era una habitación circular, abuhardillada, con una ventana que daba al jardín trasero y una lámpara que colgaba torcida. El suelo era de madera pintada de blanco, salpicada de alfombras de otros siglos y un banco bajo la ventana cubierto de cojines con formas disparejas: uno tenía forma de galleta, otro de nube, y uno —muy problable que fuese obra de Eira en un ataque de ternura irónica— imitaba una rodaja de limón.
Dejé la maleta a un lado, me quité el abrigo mojado y abrí la ventana con esfuerzo. Afuera, el aire aún olía a lluvia, a esa mezcla deliciosa de tierra mojada y flores que no tienen nombre pero sí recuerdo. El cielo, aunque estaba cubierto por nubes perezosas, dejaba colar un poco la luz del sol. No era un día alegre, pero sí uno que ofrecía tregua. Y eso era más de lo que esperaba.
Así que bajé. Porque quedarse encerrada en una torre, aunque poético, no me devolvería la inspiración ni a la pastelería. Paseé sin rumbo fijo por los pasillos de Penwyth House, dejando que la casa me guiara. No había lógica en sus escondrijos ni coherencia en la distribución de las habitaciones.
La biblioteca era más un refugio que una habitación. Silenciosa y cálida, con olor a papel envejecido y a esa mezcla indefinible de té, madera y tardes lluviosas, aunque estemos en pleno verano. Las paredes estaban cubiertas de estanterías altas con libros desordenados, apilados horizontal y verticalmente. La lógica había sido sustituida por cariño. Algunas secciones estaban etiquetadas con letra manuscrita: "Viajes que no tomé", "Recetas con errores felices", "Ficción que parece verdad". Aquello me arrancó una media sonrisa. Mi tía-abuela es única en su especie y por suerte me parezco un poco a ella.
Y entonces, lo vi.
Estaba sentado junto a una de las ventanas altas, encajado en un sillón bajo de terciopelo gastado. Llevaba un suéter color mostaza —de esos que ya tienen memoria propia— y tenía el cabello castaño claro recogido en una trenza suelta. Tenía una libreta en las piernas y una taza en la mano, y todo en él —desde cómo sostenía la taza hasta cómo movía el pie en el aire sin tocar el suelo— decía que aquel rincón era suyo desde antes de que yo llegara. No parecía un huésped.
Me quedé un segundo ahí, de pie, sin saber si interrumpir o no. Luego me aclaré la garganta. Nada.
—Hola —saludé con fuerza, con esa voz medio falsa que una usa para sonar segura.
Él giró un poco la cabeza, apenas lo justo para mirarme de reojo, con total seguridad me había escuchado desde antes pero estaba esperando que lo confirmara. Sus ojos eran grises, pero no planos y sus vetas se movían por dentro.
—No te había oído entrar —se excusó, con una media sonrisa que parecía genuina, pero no se entregaba del todo.
—Bueno, ni yo estoy segura de haber entrado. La casa es como un libro sin índice.
Él rió bajito. Un sonido cálido, breve.
—Sí. A veces creo que ella elige quién se encuentra con quién.
“¿Otra vez con esa tontería? Seguro que ha hablado con mi tía”.
—¿La casa?
—Claro. ¿Quién si no?
No supe si me estaba tomando el pelo o tan solo no funcionaba con lógica urbana. Me acerqué un poco, mirando los libros amontonados, uno de los cuales usaba una cucharita de metal como marcapáginas.
—¿Sueles venir mucho a este hostal?
—Digamos que me da paz, sobre todo esta estancia —respondió, encogiéndose de hombros—. Me gusta la luz de esta hora.
Entonces vi lo que tenía sobre la mesita, junto a su taza.
Un libro. De tapas blandas, forrado con papel adhesivo transparente, lleno de dibujos torcidos y letras en marcador grueso. Tardé un par de segundos en reconocerlo. Luego otro más en creerlo. Y solo un instante en que el corazón me diese un vuelco.
—¿De dónde sacaste eso?
Lo miré con un punto de alerta. Él bajó la vista al recetario y alzó las cejas. Sus ojos me decían que no había comprendido mi reacción.
—Estaba en la estantería de abajo, entre una guía de constelaciones y una novela sobre abejas de Montanta —comentó sin darle más importancia—. Me llamó la atención la portada. Tiene un dibujo de un pastel que parece estar gritando.
Me acerqué, incrédula. Tomé el libro con ambas manos. Era mi primer recetario. El que había hecho con Eira cuando tenía diez años. Estaba convencida de que se había perdido. No recordaba haberlo dejado en aquella casa.
Él me observó en silencio mientras lo hojeaba. Sus ojos no eran inquisitivos. Más bien eran los de alguien que espera sin urgencia.
—Ese de limón —señaló una página abierta con una mancha de mantequilla vieja— suena a gloria.
—Lo era —dije, sin pensar.
—¿Ya no?
Lo miré, más curiosa que molesta.
—¿Eres crítico gastronómico o te dedicas a leer recetarios ajenos por deporte?
—Un poco de ambas cosas. —Sonrió, pero no me dio más pistas—. Me llamo Robin.
—Clara.
—Mucho gusto, Clara.
Nos dimos la mano. Tenía un apretón seguro, firme. El tipo de saludo que no busca imponerse ni pedir disculpas. Y eso me fastidió. No hubo esa electricidad de las películas. ni mucho menos se paró el tiempo a nuestro alrededor. Lo que sí que hubo es una sensación de que había descubierto ¿un vínculo? ¿Una verdad oculta? No lo sé pero era muy íntimo y no terminaba de convencerme.
—Entonces ¿eres huésped? —pregunté, al fin.
—Se podría decir así —respondió, con una de esas respuestas que en realidad no responden nada—. Estoy aquí por el verano. A veces me toca moverme. Pero por ahora me dejo estar.
Volví a mirar el recetario. El bizcocho de limón tenía una anotación mía al margen: “No olvidar cantar mientras bate, si no, no sube igual”.
—No estoy segura de recordar cómo se hace.
Robin se acomodó en el sillón y dio un sorbo a su taza.
—Quizás solo necesites un poco de práctica. Y un horno que escuche.
No pude evitar reír. Era una frase absurda. Pero en ese contexto parecía tener sentido.
—¿Tú escuchas hornos?
—Solo los que se lo merecen.
Me quedé un momento más, en silencio, hojeando las páginas como quien acaricia un objeto que no sabía que echaba de menos.
Y aunque no lo dije, pensé: “Quizás este verano me lo recuerde”.
Pero Robin me miró. ¿Lo había escuchado? ¿Podía leerme la mente?
La lluvia paró con esa delicadeza con la que a veces el mundo parece querer redimirse. No fue un cambio abrupto. Dejó de caer mientras el sol se escondía tras las colinas. El silencio que le siguió fue distinto al de antes: más limpio, casi expectante. La casa entera había contenido la respiración.
Me quedé allí de pie, frente al libro, con la yema de los dedos rozando la esquina inferior de la página. Aquel papel había absorbido años, humedad y secretos de cocina. Tenía manchas de mantequilla, una huella redonda de taza y una esquina mordida. Literalmente. Recordé haberlo hecho una vez de niña, intentando demostrarle a Eira que hasta el papel olía bien si llevaba vainilla cerca.
La receta seguía allí: Bizcocho de limón de los domingos felices. Escrito con mi letra de entonces, temblorosa, con corazones en lugar de puntos sobre las íes. Las instrucciones eran exactas, ingenuas. “Batir con alegría”, decía una de las líneas. Y luego: “Hornear hasta que la casa huela a cuando mi tía hace galletas”.
Pero lo que me hizo tragar saliva no fue eso.
Fue la nota al pie de página. Una frase añadida en una caligrafía redonda, de trazos seguros pero suaves, escrito con cariño. Una tinta más oscura que el resto que se hubiera sumado después, mucho después. Tenía la sensación de que me estaba esperando a mí.
“Para cuando olvides quién eres, vuelve aquí. El resto, lo sabrás horneando”.
Me quedé quieta. El corazón me dio ese golpecito absurdo que se siente cuando alguien pronuncia tu nombre sin decirlo en voz alta. Y no había nadie en la habitación.
Pero la frase me hablaba. Me transmitía con una voz que no reconocía y, sin embargo, no me parecía extraña. Una parte de mí —una parte que aún olía a incendio, a ceniza, a fracaso— quiso cerrar el libro de golpe. Dejarlo en su estantería. Hacer como si nada.
La otra parte se quedó mirando la página abierta como un mapa.
No dije nada. No hacía falta.
Tampoco me volví hacia Robin. Sentí que él seguía allí a parte de por la respiración y el sonido de la taza al posarse, por esa quietud compartida que solo se da cuando dos personas están, sin hablar, tocando la misma emoción con la punta de los dedos.
Esa noche, dormí en una cama que crujía cada vez que cambiaba el peso de mi cuerpo. Las sábanas olían a jabón de lavanda y a sol de otra época. Desde la torre norte podía verse el campo entero extendiéndose en sombras violetas. Una lechuza cantó a lo lejos y Eira había dejado una botellita de agua caliente a los pies de la cama. Detalles que, sin decir mucho, decían todo.
Me acurruqué, no del todo cómoda, no del todo incómoda, con el libro sobre el pecho. Mi nuevo escudo. No lo había devuelto a la biblioteca. No aún. Me dormí sin darme cuenta, rindiéndome a una historia a medio contar.
Y entonces, soñé.
Soñé con limones. Limones verdaderos, no de esos de redes: con cicatrices, con hojas aún prendidas, con esa fragancia que te inunda las manos antes incluso de que empieces a exprimir. Soñé con mantequilla batiéndose al ritmo de una canción que no podía oír del todo. Soñé con azúcar derramado en una mesa. Y soñé con un horno antiguo, encendido, que parecía respirar como un animal dormido.
Pero también soñé con otra cosa.
Un sabor. No era dulce ni ácido ni demasiado salado. Un sabor que no tenía nombre, pero que me llenaba la boca de una sensación olvidada. El tiempo retrocedía y yo podía volver a ser alguien que aún no había dudado de su lugar en el mundo.
Al despertar, aún sentía ese sabor en la lengua. Lo intenté atrapar, darle forma, definirlo. Pero se me escapaba.
Y supe —como quien recuerda la letra de una canción justo antes de dormirse— que ese era el sabor del verano que acababa de empezar.